28 sept 2013

Gracias 2

Cuando Gabriel nació era tan feo que nadie quería que se pareciese a ellos, tenía pelo por todos los sitios, brazos, piernas…, unos meses después era tan guapo que toda la familia aseguraba que se parecía a ellos.
Gabriel fue el mayor de tres hermanos, dos varones y una mujer, Gabriel, Carlos y María, sus padres fueron Rocío y Pedro. Un día, cuando Gaby tenía cinco años sus padres decidieron abandonar el pueblo y marchar a Madrid, querían una nueva vida, con más oportunidades que las que podían tener en su pequeño pueblo.
                                                                                                                   
La familia llegó a un Madrid en blanco y negro, nada que ver con la gran urbe que es en nuestros días. Por aquella época se podían ver aún calles sin asfaltar, limpiabotas en cada rincón, organilleros por las esquinas. Madrid luchaba por avanzar y llegar a tiempo al progreso.
Pedro había cambiado su trabajo de herrero y agricultor por un puesto en un almacén de abastos, mientras Rocío además de cuidar de la casa y los niños trabajaría bordando, con el salario de ambos podían ir viviendo siempre y cuando no se salieran de su presupuesto semanal.
Cada mañana antes del alba Pedro se levantaba de la cama que compartía con su mujer y sus dos hijos pequeños y bajaba hasta la plaza para recoger en la fuente el agua que necesitaba para asearse, para poder salir de la vivienda debía mover el colchón dónde dormía el mayor de sus hijos, Gabriel.


-Padre, aún es de noche, tengo sueño – decía el pequeño al sentir como se movía su colchón.
-Anda, levanta y vete a la cama con tu madre.
Pedro bajaba las escaleras de su edificio con una jofaina en cada mano. Ya en la fuente mientras éstas se llenaban pensaba si su decisión de abandonar el pueblo había sido la correcta.
Echaba en falta su fragua, sus huertas, sus cerdos y sus gallinas, sus partidas de cartas en el casino al terminar la jornada de trabajo, sus tintos con los amigos a la hora del almuerzo, el cantar del gallo avisando del alba. Él era un hombre de campo, ¿a quién trataba de engañar?
Con las jofainas ya llenas emprendió el camino de regreso a casa, antes de entrar se quedó mirando la puerta de aquella corrala en la que vivían. ¿Cómo podían llamar casa a aquellas dos habitaciones en las que habitaban? Habían pasado de vivir en una gran casa de pueblo a mal vivir en dos habitaciones.
Atrás quedaron los juegos de los pequeños en las cuadras de los animales, el recorrer la cámara de la casa familiar, el sentir cómo el calor de la lumbre de la cocina te calentaba hasta el alma.
Una vez aseado el cabeza de familia se sentaba esperando el desayuno preparado por su mujer.
-Pedro, lo siento pero hoy sólo será un huevo y un café. Los niños tienen que desayunar aún.
-Está bien – aquellas estrecheces que sufrían hacían que sintiera que se había equivocado- Mujer, deja el huevo sin hacer, los niños deben estar bien alimentados. Dame un mendrugo de pan y el café.
-Pero, tú también tienes que comer. Hasta que vuelvas a comer pasarán muchas horas.
-No pasa nada mujer. Yo puedo aguantar mejor sin nada en el estómago que los niños. Además, así degustaré con más ganas el guiso que nos pongas hoy – tomando del brazo a su esposa tiraba de estas hasta hacerla caer en sus piernas- Rocío, no te preocupes, vendrán tiempos mejores – decía al tiempo que la besaba.
Gabriel vivía ajeno a las penurias que su familia pasaba desde su llegada a la ciudad, para él el cambio tan solo supuso un nuevo lugar que poder descubrir. Era cierto que había cambiado su gran habitación del pueblo por un simple colchón tirado en el suelo de su nueva casa, pero eso a él poco le importaba. Lo que sí echaba en falta eran sus animales, y sus amigos.
Ahora pasaba las tardes jugando con sus hermanos, María era su debilidad y Carlos era cómo siempre decía Gaby como un gran dolor de barriga, pero aún así le adoraba.
-Madre, el enano y yo nos vamos al descampado a jugar – gritaba nada más entrar en casa y soltar la cartera del colegio- subimos para comer.
Salió sin esperar contestación por parte de su madre, sabía de sobra que a ella no le gustaba que estuvieran en el descampado, prefería tenerlos en casa para poder vigilarlos.
-Estos chicos ya me la han vuelto a hacer – se decía la madre mientras continuaba preparando el guiso de patatas y verduras que pondría para comer.
Gabriel y Carlos, pasaban el rato entre los escombros del descampado, buscaban algo con lo que entretenerse, a lo lejos vieron como se les acercaba una cuadrilla de chicos.
-A ver, enanos, ¿no sabéis que el descampado es nuestro? Ya os estáis largando de aquí.
- Y eso, ¿Quién lo dice?
-Vaya, vaya, pero si tenemos aquí uno que va de gallito – el chico se acercaba hasta el que había osado contestarle- a ver, gallito, ¿cuál es tu nombre?
-Gabriel, y ese es mi hermano Carlos y tú ¿cómo te llamas?
-Serafín, pero todos me llaman el mata perros. Mira Gabriel, gallito para mí, este descampado es mío y de estos – señalaba a los chicos que le acompañaban – y no nos gusta que estéis aquí, así que ya os estáis yendo.
-No hay valla que diga que no se puede pasar.
-Pero bueno, ¿tú eres tonto o qué? Te estoy diciendo que te vayas, y si me lo haces repetir saldrás de aquí caliente, eso te lo puedo asegurar – el mata perros tomaba del brazo a Gabriel y comenzaba a zarandearlo.
-No pienso irme a ningún lado, y suéltame burro que me haces daño.
Carlos llegaba a la carrera a su casa, las mejillas iban mojadas por las lágrimas que las bañaban.
-¡Madre!, ¡madre! – gritaba subiendo las escaleras.
Rocío al escuchar los gritos de su hijo dejó los bordados y salió al encuentro del pequeño.
-¿Qué pasa? ¿A qué vienen esos gritos?
-Madre, es Gabriel, está tirado, sangra y no se mueve.
-Pero ¿qué dices? – La palidez se instauró en el rostro de la mujer- llévame con él.
Carlos y su madre con la pequeña María en sus brazos, corrían hacia el descampado, como el niño había dicho su hermano estaba tendido en el suelo, no se movía y la cara la tenía bañada en sangre.
-¡Hijo! , abre los ojos, por favor Gabriel, ¡abre los ojos! Carlos, corre ve a buscar a tu padre, dile lo que ha pasado y que me llevo a Gabriel al centro de socorro.
La mujer preparó con su mandil un porta niños en su espalda donde acomodó a su hija, una vez hecho eso, tomó a su hijo entre sus brazos y salió corriendo en dirección al puesto de socorro más cercano, que distaba dos manzanas.
Mientras Carlos corría hasta el trabajo de su padre, Rocío hacía lo mismo por las calles de Madrid, sintiendo como la sangre de su hijo empapaba sus ropas, y sus lágrimas hacían lo propio con el negro pelo de su hijo. A cada paso que daba de su boca salía una súplica, pidiendo al cielo que no le pasara nada grave a Gabriel.
-Madre, ya no llore más. Estoy bien. Ya todo pasó – débil voz fue la que pronunció aquellas palabras. Al instante Rocío paró su carrera, sólo el tiempo necesario para besar la cara de su hijo.
La familia regresaba a su vivienda, tras decir el médico que Gabriel no corría ningún peligro.
Rocío tras acostar a Gabriel se afanaba en terminar el guiso para que Pedro pudiera regresar a su trabajo, mientras el cabeza de familia interrogaba al pequeño Carlos.
-Me vas a contar de una santa vez ¿qué ha pasado?
Carlos sabiendo que lo inevitable iba a pasar, tras agachar su cabeza, decidió comenzar a hablar.
-Estábamos en el descampado y llegaron unos chicos mayores – sintió como la mano de su padre llegaba hasta su cabeza con gran fuerza.
-Pero ¿cómo os tiene que decir vuestra madre que no le gusta que andéis por ese lugar?
-Pedro, no pegues al niño – Rocío acariciaba con dulzura la cabeza de su hijo- seguro que ahora ya no regresan allí.
-¿Que no le pegue? Debería sacar el cinto a relucir para que aprendan de una vez a obedecer. A punto ha estado vuestra desobediencia de causar una gran desgracia. ¿Qué hubiera pasado si lo de Gabriel hubiera sido algo grave?
Gabriel había escuchado cada palabra pronunciada por su padre, y decidió salir de la habitación.
-No le pegue padre. Sabemos que no debemos ir allí, pero buscábamos algún céntimo que pudiera estar perdido por allí, a veces a los obreros algo se les cae, los que encontramos los guardamos para cuando tengamos suficientes comprar algo de comer para todos. Por eso vamos, no porque queramos desobedecerles.
Los padres se miraban entre sorprendidos y tristes, no deberían ser sus pequeños hijos los que se buscasen la vida para poner más comida en la mesa.
-Pero hoy llegaron unos mayores y nos querían echar de allí. Me negué, aquel sitio no es de su propiedad. Padre, usted siempre me ha dicho que luche por lo que crea que es justo. Pues era de justicia el que nosotros pudiéramos estar allí.
Ambos adultos miraban a su hijo, la cabeza vendada y los rasguños por sus brazos demostraban que había luchado por lo que él creía que era justo.



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