Cuando Gabriel nació
era tan feo que nadie quería que se pareciese a ellos, tenía pelo por todos los
sitios, brazos, piernas…, unos meses después era tan guapo que toda la familia
aseguraba que se parecía a ellos.
Gabriel fue el
mayor de tres hermanos, dos varones y una mujer, Gabriel, Carlos y María, sus
padres fueron Rocío y Pedro. Un día, cuando Gaby tenía cinco años sus padres
decidieron abandonar el pueblo y marchar a Madrid, querían una nueva vida, con
más oportunidades que las que podían tener en su pequeño pueblo.
La familia llegó a un Madrid en
blanco y negro, nada que ver con la gran urbe que es en nuestros días. Por
aquella época se podían ver aún calles sin asfaltar, limpiabotas en cada
rincón, organilleros por las esquinas. Madrid luchaba por avanzar y llegar a
tiempo al progreso.
Pedro había cambiado su trabajo de
herrero y agricultor por un puesto en un almacén de abastos, mientras Rocío
además de cuidar de la casa y los niños trabajaría bordando, con el salario de
ambos podían ir viviendo siempre y cuando no se salieran de su presupuesto
semanal.
Cada mañana antes del alba Pedro se
levantaba de la cama que compartía con su mujer y sus dos hijos pequeños y
bajaba hasta la plaza para recoger en la fuente el agua que necesitaba para
asearse, para poder salir de la vivienda debía mover el colchón dónde dormía el
mayor de sus hijos, Gabriel.
-Padre, aún es de noche, tengo sueño
– decía el pequeño al sentir como se movía su colchón.
-Anda, levanta y vete a la cama con
tu madre.
Pedro bajaba las escaleras de su
edificio con una jofaina en cada mano. Ya en la fuente mientras éstas se
llenaban pensaba si su decisión de abandonar el pueblo había sido la correcta.
Echaba en falta su fragua, sus
huertas, sus cerdos y sus gallinas, sus partidas de cartas en el casino al
terminar la jornada de trabajo, sus tintos con los amigos a la hora del
almuerzo, el cantar del gallo avisando del alba. Él era un hombre de campo, ¿a
quién trataba de engañar?
Con las jofainas ya llenas emprendió
el camino de regreso a casa, antes de entrar se quedó mirando la puerta de
aquella corrala en la que vivían. ¿Cómo podían llamar casa a aquellas dos
habitaciones en las que habitaban? Habían pasado de vivir en una gran casa de
pueblo a mal vivir en dos habitaciones.
Atrás quedaron los juegos de los
pequeños en las cuadras de los animales, el recorrer la cámara de la casa
familiar, el sentir cómo el calor de la lumbre de la cocina te calentaba hasta
el alma.
Una vez aseado el cabeza de familia
se sentaba esperando el desayuno preparado por su mujer.
-Pedro, lo siento pero hoy sólo será
un huevo y un café. Los niños tienen que desayunar aún.
-Está bien – aquellas estrecheces que
sufrían hacían que sintiera que se había equivocado- Mujer, deja el huevo sin
hacer, los niños deben estar bien alimentados. Dame un mendrugo de pan y el
café.
-Pero, tú también tienes que comer.
Hasta que vuelvas a comer pasarán muchas horas.
-No pasa nada mujer. Yo puedo
aguantar mejor sin nada en el estómago que los niños. Además, así degustaré con
más ganas el guiso que nos pongas hoy – tomando del brazo a su esposa tiraba de
estas hasta hacerla caer en sus piernas- Rocío, no te preocupes, vendrán
tiempos mejores – decía al tiempo que la besaba.
Gabriel vivía ajeno a las penurias
que su familia pasaba desde su llegada a la ciudad, para él el cambio tan solo
supuso un nuevo lugar que poder descubrir. Era cierto que había cambiado su
gran habitación del pueblo por un simple colchón tirado en el suelo de su nueva
casa, pero eso a él poco le importaba. Lo que sí echaba en falta eran sus
animales, y sus amigos.
Ahora pasaba las tardes jugando con
sus hermanos, María era su debilidad y Carlos era cómo siempre decía Gaby como
un gran dolor de barriga, pero aún así le adoraba.
-Madre, el enano y yo nos vamos al
descampado a jugar – gritaba nada más entrar en casa y soltar la cartera del
colegio- subimos para comer.
Salió sin esperar contestación por
parte de su madre, sabía de sobra que a ella no le gustaba que estuvieran en el
descampado, prefería tenerlos en casa para poder vigilarlos.
-Estos chicos ya me la han vuelto a
hacer – se decía la madre mientras continuaba preparando el guiso de patatas y
verduras que pondría para comer.
Gabriel y Carlos, pasaban el rato
entre los escombros del descampado, buscaban algo con lo que entretenerse, a lo
lejos vieron como se les acercaba una cuadrilla de chicos.
-A ver, enanos, ¿no sabéis que el
descampado es nuestro? Ya os estáis largando de aquí.
- Y eso, ¿Quién lo dice?
-Vaya, vaya, pero si tenemos aquí uno
que va de gallito – el chico se acercaba hasta el que había osado contestarle-
a ver, gallito, ¿cuál es tu nombre?
-Gabriel, y ese es mi hermano Carlos
y tú ¿cómo te llamas?
-Serafín, pero todos me llaman el
mata perros. Mira Gabriel, gallito para mí, este descampado es mío y de estos –
señalaba a los chicos que le acompañaban – y no nos gusta que estéis aquí, así
que ya os estáis yendo.
-No hay valla que diga que no se
puede pasar.
-Pero bueno, ¿tú eres tonto o qué? Te
estoy diciendo que te vayas, y si me lo haces repetir saldrás de aquí caliente,
eso te lo puedo asegurar – el mata perros tomaba del brazo a Gabriel y
comenzaba a zarandearlo.
-No pienso irme a ningún lado, y
suéltame burro que me haces daño.
Carlos llegaba a la carrera a su
casa, las mejillas iban mojadas por las lágrimas que las bañaban.
-¡Madre!, ¡madre! – gritaba subiendo
las escaleras.
Rocío al escuchar los gritos de su
hijo dejó los bordados y salió al encuentro del pequeño.
-¿Qué pasa? ¿A qué vienen esos
gritos?
-Madre, es Gabriel, está tirado,
sangra y no se mueve.
-Pero ¿qué dices? – La palidez se
instauró en el rostro de la mujer- llévame con él.
Carlos y su madre con la pequeña
María en sus brazos, corrían hacia el descampado, como el niño había dicho su
hermano estaba tendido en el suelo, no se movía y la cara la tenía bañada en
sangre.
-¡Hijo! , abre los ojos, por favor
Gabriel, ¡abre los ojos! Carlos, corre ve a buscar a tu padre, dile lo que ha
pasado y que me llevo a Gabriel al centro de socorro.
La mujer preparó con su mandil un
porta niños en su espalda donde acomodó a su hija, una vez hecho eso, tomó a su
hijo entre sus brazos y salió corriendo en dirección al puesto de socorro más
cercano, que distaba dos manzanas.
Mientras Carlos corría hasta el
trabajo de su padre, Rocío hacía lo mismo por las calles de Madrid, sintiendo
como la sangre de su hijo empapaba sus ropas, y sus lágrimas hacían lo propio
con el negro pelo de su hijo. A cada paso que daba de su boca salía una
súplica, pidiendo al cielo que no le pasara nada grave a Gabriel.
-Madre, ya no llore más. Estoy bien.
Ya todo pasó – débil voz fue la que pronunció aquellas palabras. Al instante
Rocío paró su carrera, sólo el tiempo necesario para besar la cara de su hijo.
La familia regresaba a su vivienda,
tras decir el médico que Gabriel no corría ningún peligro.
Rocío tras acostar a Gabriel se
afanaba en terminar el guiso para que Pedro pudiera regresar a su trabajo,
mientras el cabeza de familia interrogaba al pequeño Carlos.
-Me vas a contar de una santa vez
¿qué ha pasado?
Carlos sabiendo que lo inevitable iba
a pasar, tras agachar su cabeza, decidió comenzar a hablar.
-Estábamos en el descampado y llegaron
unos chicos mayores – sintió como la mano de su padre llegaba hasta su cabeza
con gran fuerza.
-Pero ¿cómo os tiene que decir
vuestra madre que no le gusta que andéis por ese lugar?
-Pedro, no pegues al niño – Rocío
acariciaba con dulzura la cabeza de su hijo- seguro que ahora ya no regresan
allí.
-¿Que no le pegue? Debería sacar el
cinto a relucir para que aprendan de una vez a obedecer. A punto ha estado
vuestra desobediencia de causar una gran desgracia. ¿Qué hubiera pasado si lo
de Gabriel hubiera sido algo grave?
Gabriel había escuchado cada palabra
pronunciada por su padre, y decidió salir de la habitación.
-No le pegue padre. Sabemos que no
debemos ir allí, pero buscábamos algún céntimo que pudiera estar perdido por
allí, a veces a los obreros algo se les cae, los que encontramos los guardamos
para cuando tengamos suficientes comprar algo de comer para todos. Por eso
vamos, no porque queramos desobedecerles.
Los padres se miraban entre
sorprendidos y tristes, no deberían ser sus pequeños hijos los que se buscasen
la vida para poner más comida en la mesa.
-Pero hoy llegaron unos mayores y nos
querían echar de allí. Me negué, aquel sitio no es de su propiedad. Padre,
usted siempre me ha dicho que luche por lo que crea que es justo. Pues era de
justicia el que nosotros pudiéramos estar allí.
Ambos adultos miraban a su hijo, la
cabeza vendada y los rasguños por sus brazos demostraban que había luchado por
lo que él creía que era justo.
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