Sentado en la almena del castillo
cerraba sus ojos intentando descubrir si su cerebro era capaz de transportarle
a cada rincón de aquel pueblo.
Recorría la ladera de la antigua
fortaleza, sus píes se apoyaban en rocas que en algún momento formaron parte de
la misma, saltaba entre aquellas, posando finalmente sus alpargatas en los
verdes campos, regados antiguamente por la sangre derramado de los valientes
soldados que una y otra vez defendieron con su vida la libertad de los hombres
de aquella región.
Se perdía por la adoquinada calle
que descendía desde aquel castillo, en otros tiempos símbolo de resistencia,
sus pies se paraban en la entrada del campo santo, sintiendo como siempre un
escalofrío recorrer su cuerpo, retomaba su carrera por aquella calle empinada. Cuantas
veces en invierno, tras las grandes nevadas no se había tirado por aquella
pendiente abajo, terminando casi empotrado en la fachada de la casa del Tio
Ignacio. Una sonrisa se dibujó en su rostro al recordar aquellos días de
nevadas. Pero hoy hacía sol y calentaba de lo lindo, bajar aquella pendiente
corriendo, hacía que el aire le golease en la cara, le gustaba lo que sentía,
corriendo era libre.
Paró para respirar justo cuando
la pendiente terminó, apoyó las manos en las rodillas, intentando que su
respiración volviera a ser normal, miró a su izquierda y luego a la derecha,
intentando decidir qué dirección tomar ahora.
Tras incorporarse tiró por su
izquierda, iría a la plaza. Allí en el centro de la misma, comenzó a girar
sobre sí, ante sus ojos pasaban las imágenes de la plaza, la Iglesia de San
Pedro con su escalinata de entrada, todos los soportales de madera sobre los
que se asientan las edificaciones, los frisios, zapatas y aleros talladas, los
capiteles de madera tallada con el emblema del antiguo Cabildo de la Iglesia,
el contraste de la oscura madera con el pálido yeso.
Sus finas alpargatas le permitían
sentir el empedrado del suelo, piedras redondeadas por los siglos que llevaban sintiendo
las pisadas sobre ellas, el paso de los caballos, el traqueteo de los carros.
Se preguntaba cómo habría sido
vivir un mercado de la época antigua, cuando el comercio de lana, de ganado,
logró convertir una pequeña aldea en un gran centro de comercio. Poco quedaba de aquella época relatada por
los viejos del lugar, los cuales la habían escuchado a su vez de boca de los
ancianos de sus épocas mozas.
-Me aburro, yo me voy a cazar
renacuajos – la voz de su hermano Carlos hizo que abriera los ojos y tomara
conciencia de que aún se encontraba sentado en las almenas de la torre del
homenaje del castillo.
Antes de que Gabriel bajase de
aquella torre Carlos ya corría ladera abajo.
Comenzó a descender, a la
abertura de la segunda planta del castillo, recordó al antiguo panadero, no
hacia ni siete años al no poder soportar la muerte de su mujer y su hijo por el
tifus se había lanzado al vacío desde aquel mismo sitio. Los mayores, dicen que
en las noches de tormenta y viento, se puede escuchar claramente los llantos y
lamentos del hombre.
Decidió bajar por la parte
trasera, más escarpada, y que al final del serpenteante camino llegaba hasta el
viejo frontón. Allí decidió subirse a roca conocida como el elefante, y volvió
a cerrar sus ojos, esperando a ver a qué lugar decidía trasportarlo esta vez su
mente.
Sentía el frío del agua bajo sus
pies, tiritaba, aún no hacía el suficiente calor como para estar dándose un
baño en el rio, pero él necesitaba quitar de su piel los rastros de sangre
seca, dejada por la última pelea tenida con su hermano.
Frotaba enérgicamente aquella
sangre, queriendo borrar con su eliminación las heridas provocadas en su
hermano. Le había estado golpeando hasta que se sintió tan cansado que no pudo
continuar levantando los brazos. Con cada golpe dado, una lágrima abandonaba
sus ojos. Con cada súplica que escapaba de la boca de su hermano su cuerpo se estremecía
pero se no fue capaz de parar el castigo.
Era su hermano el que robaba los
reales del Eustaquio, era su hermano el que robaba las peras de la Mamerta, era
su hermano el que mataba los perros del veterinario. Descubrir todo aquello
hizo que desease golpearle hasta quedar sin fuerzas.
-Te odio, te odio tanto. Sólo
espero poder devolverte cada golpe en un futuro – Carlos corría escupiendo cada
pocos pasos la sangre acumulada en su boca.
Gabriel sentía como las lágrimas
recorrían su rostro, y abrió los ojos, lo que su mente le había traído esta vez
era un recuerdo demasiado doloroso.
-Nunca más –gritó poniendo en ese
grito toda su alma- nunca más golpearé a mi hermano.
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