15 nov 2013

Gracias 7

Sentado en la almena del castillo cerraba sus ojos intentando descubrir si su cerebro era capaz de transportarle a cada rincón de aquel pueblo.
Recorría la ladera de la antigua fortaleza, sus píes se apoyaban en rocas que en algún momento formaron parte de la misma, saltaba entre aquellas, posando finalmente sus alpargatas en los verdes campos, regados antiguamente por la sangre derramado de los valientes soldados que una y otra vez defendieron con su vida la libertad de los hombres de aquella región.
Se perdía por la adoquinada calle que descendía desde aquel castillo, en otros tiempos símbolo de resistencia, sus pies se paraban en la entrada del campo santo, sintiendo como siempre un escalofrío recorrer su cuerpo, retomaba su carrera por aquella calle empinada. Cuantas veces en invierno, tras las grandes nevadas no se había tirado por aquella pendiente abajo, terminando casi empotrado en la fachada de la casa del Tio Ignacio. Una sonrisa se dibujó en su rostro al recordar aquellos días de nevadas. Pero hoy hacía sol y calentaba de lo lindo, bajar aquella pendiente corriendo, hacía que el aire le golease en la cara, le gustaba lo que sentía, corriendo era libre.
Paró para respirar justo cuando la pendiente terminó, apoyó las manos en las rodillas, intentando que su respiración volviera a ser normal, miró a su izquierda y luego a la derecha, intentando decidir qué dirección tomar ahora.

Tras incorporarse tiró por su izquierda, iría a la plaza. Allí en el centro de la misma, comenzó a girar sobre sí, ante sus ojos pasaban las imágenes de la plaza, la Iglesia de San Pedro con su escalinata de entrada, todos los soportales de madera sobre los que se asientan las edificaciones, los frisios, zapatas y aleros talladas, los capiteles de madera tallada con el emblema del antiguo Cabildo de la Iglesia, el contraste de la oscura madera con el pálido yeso.
Sus finas alpargatas le permitían sentir el empedrado del suelo, piedras redondeadas por los siglos que llevaban sintiendo las pisadas sobre ellas, el paso de los caballos, el traqueteo de los carros.
Se preguntaba cómo habría sido vivir un mercado de la época antigua, cuando el comercio de lana, de ganado, logró convertir una pequeña aldea en un gran centro de comercio.  Poco quedaba de aquella época relatada por los viejos del lugar, los cuales la habían escuchado a su vez de boca de los ancianos de sus épocas mozas.
-Me aburro, yo me voy a cazar renacuajos – la voz de su hermano Carlos hizo que abriera los ojos y tomara conciencia de que aún se encontraba sentado en las almenas de la torre del homenaje del castillo.
Antes de que Gabriel bajase de aquella torre Carlos ya corría ladera abajo.
Comenzó a descender, a la abertura de la segunda planta del castillo, recordó al antiguo panadero, no hacia ni siete años al no poder soportar la muerte de su mujer y su hijo por el tifus se había lanzado al vacío desde aquel mismo sitio. Los mayores, dicen que en las noches de tormenta y viento, se puede escuchar claramente los llantos y lamentos del hombre.
Decidió bajar por la parte trasera, más escarpada, y que al final del serpenteante camino llegaba hasta el viejo frontón. Allí decidió subirse a roca conocida como el elefante, y volvió a cerrar sus ojos, esperando a ver a qué lugar decidía trasportarlo esta vez su mente.
Sentía el frío del agua bajo sus pies, tiritaba, aún no hacía el suficiente calor como para estar dándose un baño en el rio, pero él necesitaba quitar de su piel los rastros de sangre seca, dejada por la última pelea tenida con su hermano.
Frotaba enérgicamente aquella sangre, queriendo borrar con su eliminación las heridas provocadas en su hermano. Le había estado golpeando hasta que se sintió tan cansado que no pudo continuar levantando los brazos. Con cada golpe dado, una lágrima abandonaba sus ojos. Con cada súplica que escapaba de la boca de su hermano su cuerpo se estremecía pero se no fue capaz de parar el castigo.
Era su hermano el que robaba los reales del Eustaquio, era su hermano el que robaba las peras de la Mamerta, era su hermano el que mataba los perros del veterinario. Descubrir todo aquello hizo que desease golpearle hasta quedar sin fuerzas.
-Te odio, te odio tanto. Sólo espero poder devolverte cada golpe en un futuro – Carlos corría escupiendo cada pocos pasos la sangre acumulada en su boca.
Gabriel sentía como las lágrimas recorrían su rostro, y abrió los ojos, lo que su mente le había traído esta vez era un recuerdo demasiado doloroso.
-Nunca más –gritó poniendo en ese grito toda su alma- nunca más golpearé a mi hermano.


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