30 oct 2013

Los Dioses 2

20 AÑOS DESPUÉS
Susana montaba a caballo, necesitaba respirar, salir del castillo. La razón, aquella misma noche se anunciaría su compromiso con Fernando, asesor del rey. Nadie había preguntado a la joven su opinión, tan sólo le fue comunicada la decisión que el rey  y su padre habían tomado.
Ella no estaba conforme, pero ese pequeño detalle a nadie parecía importarle, a nadie salvo a ella misma.
No entendía como su amado padre podía haber tomado semejante decisión sin tan siquiera haberle consultado. Hasta aquel día ella, siempre había logrado librarse de cualquier compromiso de boda.
Ni tan siquiera recordaba a Fernando, su madre le había contado que le conoció siendo una niña 10 años atrás, que era un joven apuesto, rubio de ojos azules, alto y con porte de caballero.
Joven, como podía decir que era un joven apuesto, joven apuesto se repetía una y otra vez ella, joven, pero si tiene 40 años, cómo va a ser joven.
Susana continuaba inmersa en sus pensamientos sin darse cuenta que en medio del camino había un árbol caído. Su caballo se puso de manos, relinchó, ella intentaba mantenerse sobre la montura, pero finalmente cayó.
Quedo tendida inmóvil, el caballo galopaba en dirección al castillo, la sangre rodeaba el cuerpo de la joven.

Por entre los árboles apareció una figura, alguien había presenciado el accidente y corría en dirección al cuerpo tendido. Se arrodilló, tocó con su mano la frente de la joven, puso su cara sobre la nariz de la misma, aún respiraba. Tomó en sus brazos el cuerpo y se levantó, lentamente se encaminó con la joven en sus brazos nuevamente hacia el bosque.
Una vez en aquel lugar, depositó nuevamente el cuerpo en la tierra, pesaba, y no estaba claro que lo pudiera llevar en sus brazos mucho tiempo. Tapó el cuerpo con algunas ramas y salió a la carrera.
-Te necesito – dijo agarrando del brazo y tirando del mismo.
Ambos regresaron al lugar dónde había dejado a la joven.
-¿Quién es y qué le ha pasado? –preguntó agachándose ante la joven.
-Su caballo la tiró, sangra mucho, tenemos que llevarla a casa, allí puedo curarla. ¡Vamos! – comenzó a caminar nuevamente.
-¿No sería mejor dejarla dónde tuvo el accidente? , por sus ropas parece ser de clase alta, seguro que la andan buscando.
-Primero la curaremos y luego decidiremos qué hacer. Vamos Pedro, tómala en brazos y regresemos a casa, esta noche habrá tormenta, lo presiento.
Pedro se dio por vencido, hizo lo que le habían mandado, tomó entre sus brazos el cuerpo inerte y comenzó a andar.
Pocos minutos después entraban en la cabaña, Pedro dejaba el cuerpo sobre la cama.
-Deberías regresar a tu casa, la tormenta se acerca, y va a ser de las grandes.
-¿No necesitas que te ayude?
-Gracias, pero no.
-Loreto, ¿estás segura de lo que vas a hacer? Esto te traerá problemas, ya lo verás.
-No podía dejarla allí estando herida.
Acercó la cama hasta el fuego, el frío comenzaba a colarse entre los huesos, puso a un lado la palangana llena de agua tibia. Con sumo cuidado comenzó a lavar la herida de la joven, cuando logró quitar toda la sangre continuó limpiando el rostro para quitar la sangre seca del mismo. Quitó con dulzura las vestimentas de la joven, cambiándolas por una gran camisola, la tapo con las pieles que colgaban de las paredes.
Se acercó hasta la estantería donde estaban los tarros con las plantas medicinales que también conocía. Decidió hacer una cataplasma con cola de caballo y aristoloquia macho para que la herida cicatrizase, además hizo una infusión de sauce para bajar la fiebre que había notado en la joven. Cuando ambas cosas estuvieron listas regresó junto a la cama, lo primero era aplicar la cataplasma, la sujetó con un trozo de camisa vieja y después con una cuchara de madera le introdujo en la boca un poco de la infusión, bien es cierto que para ello tuvo que tapar la nariz de la joven ya que ésta aún estaba inconsciente.
Como bien había dicho la tormenta llegó, el viento sonaba fuera, las gotas de agua comenzaban a golpear la techumbre de la cabaña, avivó el fuego, aquella noche no podía apagarse.
Asó la liebre cazada aquella misma tarde, y sentándose a los pies de aquella cama comenzó a comer, se sirvió un poco del vino que Pedro le había traído hacía unos días. Tras la cena se tumbó a los pies de la cama, tapándose con la piel que quedaba libre. Sonrió al mirar a la joven, antes de tumbarse comprobó como la fiebre había comenzado a bajar, seguramente por la mañana no quedaría ni rastro de ella.


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